RELATO "EL FERROCARRIL" III y IV - Paso de los Toros del río Negro, año 1894 por B. Fernández y Medina
EL FERROCARRIL III
En aquellos días se reunían los vecinos cada Domingo en la pulpería del francés (*), a jugar a los naipes y a beber; y en las mesas de juego. bajo la solera, donde se encontraban los paisanos.. era el principal motivo de las conversaciones el peligro que venia del sur, procedente de la misma ciudad de donde salían las contribuciones y las leyes en donde gemían en cuarteles los hijos de la campaña.
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Un viejo de larga barba, repusado en sus movimientos y lento en el hablar, sonreía oyendo el cálculo de los otros paisanos, acerca del ferrocarril.
El conocía bien al Rio Negro, el Hum de los indios, el viejo rio que arrastraba en sus aguas jugo de zarzaparrillas seculares, que petrificaba en el fondo de su cauce las astillas de los árboles destrozados por las tormentas, y las frutas que los vendav ales quitaban a los guayabos, a los ñangapirés y a los mismos araticúes, ásperos y miserables como viejos avaros.
Y ese rio, que todos los inviernos salía de su lecho, extendiendo las riberas hasta las altas barrancas. arrastrando gramillares y dejando los campos fertilizados con su inundación; ese rio padre, ¿permitiría acaso, que máquina alguna lo dominara, cortando sus aguas correntosas, clavando en medio de su cauce los postes que rompen la corriente.
Recordaba el viejo que cuando se estableció la balsa en el ancho Paso de los Toros (**), el rio se había sublevado, y sacudiendo sus aguas oscuras, invadió los altos terrenos, humillando los gramillares, dejando sobre la tierra inundada huella desbastadora.
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-¿Qué le parece, ño Remigio - preguntó al viejo uno de los paisanos -, pasará el ferrocarril?
El viejo, sacudiendo la cabeza con gesto irónico, dijo:
--Déjenlo llegar al paso, y ya veremos si hay quien dome la corriente. . .
Y acentuó las palabras con una carcajada.
Pero otro de los presentes, un joven tropero, acostumbrado a recorrer la campaña y a llegar a la ciudad , y que había escuchado en silencio los comentarios de los demás, habló a este tiempo para decir:
-Miren, paisanos, que el ferrocarril es una fiera y no hay defensa contra él: yo he visto el puente del
Yi, larguísimo, con toda su armazón de hierro, y he visto domar la corriente hasta acostarlo entre las dos
barrancas para que el ferrocarril pase con sus humaredas y sus bufidos por los campos de Villasboas derecho a nuestros pagos.
Pasará el viejo Río Negro y seguirá el camino hasta perderse en las sierras, allá donde dicen que todo el año están los campos blanqueando tapados por la escarcha, donde llueve frío y los vientos castigan a los árboles con rebenques de hielo.
Calló el joven tropero. Sus palabras habían causado gran sensación en los oyentes.
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El francés pulpero tomó parte a su vez en la conversación:
- Amigos - dijo con acento tranquilo -, el ferrocarril es una felicidad para la tierra. Corta los campos, espanta los ganados, pero después aumenta el valor de todo, y hace más fácil la vida; se llenan los campos de trigales; el ferrocarril lleva a la ciudad los productos del país con más seguridad que las carretas, más pronto y con menos gasto; y trae toda la riqueza de las industrias de Europa, para derramarlas en esta nación que todos deseamos se haga rica y grande entre sus hermanas.
-¡No, no! -dijeron varias voces a un tiempo --.
¡Esas invenciones del ferrocarril y el telégrafo son la desgracia de la campaña. Desde que hay ferrocarriles en nuestra tierra hay epidemias y calamidades; se mueren los ganados y todo se arruina; y, además, las empresas son extranjeras que vienen a explotar el país para llevarse su riqueza!
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EL FERROCARRIL IV
Los ecos de estas opiniones recorrían las estancias de aquella zona. En todas las casas, donde se reunieran algunos hombres, se hablaba del peligro cada día más cercano, se forjaban dificultades y se estimaban probabilidades, quedando todo en indecisión.
Pero vino la guerra, la guerra civil del año 1886; en los campos se interrumpieron los trabajos y las
partidas volantes de ambos bandos ahuyentaron la paz y el sosiego de todos los hogares, abiertos a la des-
gracia como a la dicha bajo el sol eterno.
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Las primeras partidas que se formaron en aquel pago desahogaron en el telégrafo el odio de tanto tiempo, derribando con implacable saña los postes de hierro en larga extensión, cortando los hilos y rompiendo aquellas orejas blancas -del monstruo, donde querían encontrar el oculto mecanismo que recogía los sonidos para transmitirlos a los hilos.
Salvaje alegría parecía animar a aquellos pobres, desheredados todavía de la educación, y que al hacer frente al progreso se parecían a los toros bravos que embisten a la locomotora. . .
Cuando tornaron la tranquilidad y el orden, cuando los trabajos se reanudaron con la triste impresión de derrota. también prosiguió su marcha el ferrocarril.
La vía iba llegando a la margen izquierda del Río Negro.
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Una mañana despertaron los vecinos con el asombro ante sus casas: una legión de obreros trabajaba en el rio, desafiando la impetuosa corriente, sondando la profundidad, probando la resistencia del lecho y la fuerza de las aguas.
Pocos días después llegaban cargamentos de maderas, llegaban grandes martillos y máquinas enormes.
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Clavaron gruesas vigas y construyeron pilastras en el rio, domaron con ciclópeos golpes la resistencia del
fondo, y sobre aquellos pies de piedra, arraigados en el duro terreno, empezaron a tender y a trabar hierros hasta formar el puente inconmovible, airoso, que quedó extendido con sus dos cabezas en ambas márgenes y los pies innumerables clavados a través de las aguas correntosas, que se abrían y pasaban quebradas por entre las pilastras.
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Y mientras los paisanos creían estar en un sueño, viendo el gran río domado, el temido enemigo, vencedor de todos los obstáculos, apareció triunfante, coronado de humo, bajando de la cuchilla en marcha majestuosa a inaugurar con la alegría de una victoria del progreso, aquel gran puente que gimió al paso de la locomotora y del convoy engalanado con banderas, sintiendo la opresión poderosa del señor.
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Todo estaba concluido para lo antiguo.
La "vieja vida" asustada, huía a través de los campos a refugiarse en los montes vírgenes y en las serranías impenetrables, hasta donde la perseguía el telégrafo anunciando a la nueva civilización.
La balsa quedó amarrada en los sarandíes de la ribera, la diligencia alargó sus viajes; se levantó un
gran hotel, y numerosas casas poblaron aquel lugar arenoso, rodeando la estación de piedra del ferrocarril adornada con veletas y postes de pararrayos y del telégrafo, y la capilla con su cruz se levantó más alta,
coronando aquel triunfo de la civilización con su enseña redentora.
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Ña Ciriaca vio con la tristeza de quien mira derrumbarse bajo un golpe fatal todos sus ideales y todas sus creencias, el triunfo del ferrocarril que avanzaba cada día en su marcha hacia el norte.
Ella no tuvo más pasajeros en su casa, porque el nuevo hotel atraía a todos; la posta fue llevada a otro
campo, jr con todo esto la vieja sintió crecer en su corazón el rencor y el odio al progreso.
En sus oídos sonaban como anuncios fatídicos, como ruidos infernales, las pitadas de la locomotora y las férreas vibraciones de los trenes, arrastrándose sobre la vía, cargados de ganados, de lanas o de mercaderías, con los pasajeros asomados a las ventanillas para curiosear en la campaña todavía sorprendida.
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Martina, la nieta de la vieja, cada día más hermosa y tentadora, se había encariñado, en cambio, con -el
ferrocarril. . . porque en él pasaba un joven que se iba adueñando del corazón de la muchacha.
Ella iba todos los domingos con las otras mozas a la estación, a ver pasar los trenes y a engolosinarse con la vista de aquel reflejo de la vida atrayente y llena de novedades de la capital lejana.
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Corrieron días, y al despertar ña Ciriaca una mañana, llamó a Martina, y el silencio, que en adelante sería único compañero de la vieja, la aterró con su mudez.
La morochita, querendona como su madre, había alzado el vuelo a colmar sus esperanzas de amor y libertad, llevada por el ferrocarril rumoroso a la gran ciudad del sur, que tanto tiempo la había hecho suspirar, con las ansias de verla; de ver su mar, sus paseos, las innumerables casas de azotea; las estatuas,
personas de piedra; las chimeneas que echan el humo hasta el cielo; los grandes buques-que se balancean en las aguas del puerto, y los carruajes donde se pasea cómodamente, con el lujo, fantástico para una campesina, de sedas, brocados, terciopelos y blondas . . .
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Al verse abandonada y sola, la vieja Ña Ciriaca sintió que perdía con su nieta uno de sus últimos consuelos; que quedaba en la desolación más triste, teniendo que escuchar los ruidos del ferrocarril que pasaba por delante de su rancho lanzando bocanadas de humo negro.
Sintió la vieja que, privada de aquel hermoso retoño, su vida quedaba sin sombra ni apoyo, que nada le quedaba en la existencia amargada por tantas desilusiones; pensó en la muerte, y un temor rande llevó el frío a su corazón. Casi se seca la savia y cae como árbol sin raíces.
Pero se consoló después de llorar mucho, y tomó una resolución. Irse lejos, adonde no sintiera el paso
del tren ni viera el humo de la odiada locomotora.
NOTAS:
(*) Pedro Armúa en su libro menciona dos pulperías, siendo la menciona pulpería del francés la primera, la de Arturo Lemoine. Dice Pedro Armúa en el plano del paso de los Toros en el año 1880, previo a los amanzanamientos de a nueva Villa gestionada por Bálsamo, que dieron forma a la actual ciudad.
"El pueblo en 1880: 1) Pulpería de Arturo Lemoine (la rosada), 2) La que fue pulpería de Eugenio Martínez."
(**) refiere a la gran creciente del año 1825, de guarismos mayores a las crecientes de 1888 y 1959 del río Negro.
FUENTES:
"Antología uruguaya; colección trozos históricos y literarios de escritores uruguayos" por Benjamín Fernández y Medina, 1894. https://archive.org/details/antologiaurugua01medigoog/
HISTORIA DE PASO DE LOS TOROS, TACUAREMBO, URUGUAY, Pedro Armúa Larraud, 1981
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