El Maté por Javier Ricca
Ocultado, minimizado, maldecido, transformado en mito y hoy considerado bebida nacional, el mate ha pasado por todos los juicios de valor pero, desde el fondo de los tiempos, en el sur de América, su consumo es el hábito más íntimamente relacionado con la cotidianeidad del hombre. En Uruguay cada mañana nueve, de cada diez personas, se levantan en procura de este vivificante que, en diversas formas, ha trascendido la región, expandiéndose su consumo a los cinco continentes.
Yerba mate don de los dioses
Antes de la llegada del europeo al continente americano, este alcaloide era uno de los destacados bienes de consumo y provocaba gran afición entre la población nativa.
La planta, llamada por los Guaraníes Ca'á, integra una familia que supera las cuatrocientas especies, muchas de las cuales fueron consumidas a través de diversas técnicas y con diversos efectos y utilidades.
A alguna de estas especies se les atribuyó un origen divino, del cual derivaban diversos poderes sobrenaturales, utilizados por los Chamanes o Bayés en sus prácticas o ritos.
Fuera del campo existencial fueron empleadas como estimulantes, purgantes, alucinógenos, abortivos o vomitivos.
Con su epicentro histórico en lo que hoy sería la región oriental del Paraguay, los guaraníes fueron los grandes responsables de la propagación de la yerba-mate (tema dos), desde el Ecuador hasta Tierra del Fuego.
Basados en su desarrollo tecnológico, lograron obtener del seno de la selva y de las hojas de este árbol, los secretos de la infusión, en prácticas y procedimientos similares a los utilizados hoy en día. A grandes rasgos, con los mismos principios de tueste, molienda, secado e implementos para consumirla.
Pensemos en un instante, en un nativo transitando por los senderos de la selva, masticando diversas hojas en procura de identificar el particular sabor amargo que distingue a las plantas con propiedades estimulantes, los alcaloides.
Cuando encontró la yerba pudo advertir que, cortada la hoja, comenzaba un proceso de oxidación que provocaba oscurecimiento y pérdida de aroma, pero que se detenía si se sometía lo antes posible, por breves segundos, al fuego directo.
Esta deshidratación fijaba la clorofila, evitando que la yerba adquiriese sabor y color a pasto seco pero, la humedad aún existente en la hoja, acortaba su vida útil. Entonces, su genio deductivo, lo llevó a someter la hoja a un tenue fuego indirecto por veinticuatro horas. Este último paso estabilizaba el producto, haciéndolo perdurar en el tiempo hasta su consumo, en ocasiones a miles de kilómetros.
Transculturación de la yerba-mate
Cuando en 1554, las huestes bajo el mando de Domingo Martínez de Irala, exploraban las tierras del Guairá en el actual Paraguay, observaron cómo los habitantes bebían de forma extraña, a través de un cañuto, el agua que contenía una calabaza con ciertas hierbas molidas.
Al tomarla apreciaron el áspero sabor de esta bebida exótica y notaron su acción estimulante, lo que los aficionó a ella rápidamente, en grado tal que, al regresar a Asunción, llevaron consigo considerables cantidades de hojas sapecadas y molidas, listas para su ingesta.
Incorporado el hábito, el consumo fue aceptado por todos los estamentos de la sociedad y ya desde los primeros años del siglo XVII, la palabra vicio para adjetivar a la yerba-mate, pasó a ser una constante.
Al asumir un nuevo período como Gobernador, Hernandarias consideró que el beber esta infusión era la causa de todos los males de sus coterráneos; en 1618, quedó espantado al comprobar cómo entre uno y otro viaje a Asunción, esta libación se había apoderado del ánimo y la voluntad de sus compatriotas, proponiéndose cortar de raíz el mal uso de esta bebida que hace a los hombre viciosos y haraganes.
Ordenó castigos a los mercaderes y personas que la trajinaban y dispuso la quema de toneladas de hojas sapecadas.
Por su parte los evangelizadores católicos detectaron que la concepción nativa del origen divino de la yerba-mate, concedida por su Dios del Bien Tupá, era un obstáculo a la imposición de su religión.
Esta percepción, aunada al alto consumo de la infusión, ahora demoníaca, provocaba en sacerdotes jesuitas, como Francisco Díaz, la siguiente reflexión: se está esparciendo tanto ese asqueroso sumo, que ha llegado a la Corte y a muchas ciudades de América y Europa.
El Demonio, por medio de algún hechizo lo ha inventado. Como gran parte de los futuros feligreses corrían el riesgo de caer en este vicio herético, era imprescindible adoptar medidas que ahuyentaran ese peligro. Se entendió que lo más apropiado era prohibir su consumo.
Pero entre estas reflexiones, la yerba-mate había devenido en un importante negocio lucrativo para la incipiente colonia. Como alimento, como remedio o como distracción, cada día se requerían grandes cantidades del estimulante. Este hecho no pasó inadvertido para la Orden Jesuita que vio la ventaja económica que tendría la explotación sistemática de los yerbales: la hasta hace poco considerada pecaminosa idolatría, ya no era pues peligrosa y cultivaron yerbales en las principales reducciones jesuítica o explotaron los árboles que crecían naturalmente en el monte selvático.
El mate compañero
La yerba mate ha sido vector de unión entre el fuego, el agua y los hombres que forman la rueda del fogón.
Hoy somos herederos de esta costumbre proveniente del fondo de los tiempos, y en los fogones diarios el nuevo hombre americano rescata su memoria, sacraliza y reflexiona colectivamente.
Hasta el más incauto respondería que la particularidad más trascendente de la infusión es el compartir en la ronda la misma bombilla.
Pero obnubilados por el rescate y orgullo de esta práctica ritual, no nos hemos detenido a valorar otra pauta de gran importancia dentro de nuestra comunidad, el mate compañero.
Aun en soledad, a partir del instante en que se dispone a tomar su brebaje, el hombre se acompaña del mate, junto al cual medita sobre la vida, sobre su presente, organiza el día y busca renovar esperanzas, escrutando diversas perspectivas que truequen la vida cotidiana.
De esta forma, entre cebadura y cebadura, vamos desarrollando en intimidad nuestros sueños y anhelos, los que proyectamos con entusiasmo y, como antiguos hechiceros o chamanes, sin saberlo predecimos el futuro.
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