LA "Natividad Cristiana", PARTE 3: EN BELEN
El historiador Bíblico Daniel Rops, erudito en la historia del cristianismo, nos describe como debió ser realmente la Navidad, el humilde nacimiento del niño Jesús, máxima expresión de fe y amor divino en el hombre.
NAVIDAD
"A la entrada del caserío de Belén, un vasto edificio, que San Lucas llama «mesón», pudo haber acogido a los viajeros. Quizá fuera ese «khan de Canaán» que, diez siglos antes, levantó para sus rebaños el Galaadita, hijo de un amigo de David.
Este tipo de caravanserrallo, igual a los que todavía se ven por tierras de Oriente, nada tiene de confortable: una tapia cuadrada cerca un espacio a cielo abierto, en donde se apretujan los animales; unos porches de madera cobijan, mal que bien, a los seres humanos; y unos cuartos, minúsculos y escasos en número, se alquilan excesivamente caros, dada su calidad.
Pero aun esta misma posada de los cuatro vientos hubiese parecido acogedora a la fatigada pareja, si la afluencia del gentío no la hubiese hecho impracticable. Estaba. atestada, pues a los nómadas que venían regularmente a Belén para comprar su trigo y vender sus tejidos y sus quesos, tal como aun los vemos allí, habíanse añadido entonces todos los que venían a hacerse empadronar.
Cabe imaginar bastante bien esa pintoresca baraúnda, esos carros amontonados, ese amasijo ruidoso y maloliente; rebuznaban los asnos, agitábanse los trabados camellos, unas mujeres se disputaban un rincón guarecido de las corrientes de aire y, sobre todas esas molidas humanidades, flotaba el hedor a grasa caliente que de Grecia a Egipto y de Argel a Teherán exhalan, unánimes, las multitudes del Oriente. Se comprende así que José condujese a María lejos de este bullicio. Aparte de que el tiempo apremiaba.
Pues «apenas habían llegado a ese lugar, cuando se cumplieron los días en que ella debía dar a luz». La tradición más antigua dice que José instaló a su mujer en una gruta, una de esas grutas como todavía se ven hoy en gran número en Palestina — todas las colinas de Belén están horadadas por ellas — que servían de establos para los rebaños.
San Justino el mártir, que escribía en el siglo 11 y conocía perfectamente aquellos lugares, lo testifica formalmente. Por lo menos, allí encontraría la joven el silencio y la paz.
Un breve versículo de San Lucas (II, 7) resume cuanto sabemos sobre este acontecimiento tan sencillo y tan prodigioso a un tiempo. «Y trajo al mundo a su hijo primogénito, y lo envolvió entre pañales y lo acostó en un pesebre.»
Es inútil divagar sobre tan sobria indicación.
La frase da la impresión de que María estaba sola, de que ninguna otra mujer estuvo allí para asistirla; y de ello dedujeron los teólogos muchas cosas sobre las condiciones milagrosas del nacimiento y la virginidad de María in partu.
Y en cuanto al pesebre, todavía podemos ver sus semejantes, esos comedores en forma de barquillas donde se colocaba la cebada de los rebaños. Una lección de máxima humildad se desprende de este episodio, que corresponde perfectamente a cuanto observaremos más tarde del que fué «dulce y humilde de corazón».
En cuanto al asno y al buey, que nuestras costumbres sitúan a cada lado del pesebre, provienen del evangelio apócrifo de la Natividad, cuyo redactor quizá se acordó de dos pasajes de la Escritura: «Conoció el buey a su amo y el asno el pesebre de su Señor» (Isaías, I, 3) y «te manifestarás entre dos animales» (Habacuc, II, 2, según la versión de los Setenta, pues el texto hebreo dice «en medio de los años»).
Pero la intención de asociar el nacimiento del Señor a la Creación entera bajo la forma de dos humildes animales, es tan conmovedora, que la liturgia aceptó la antigua tradición y, en un responso de Navidad, habla así «de los animales que vieron al Señor yacer en un establo».
Hoy la iglesia de la Natividad está bastante lejos de haber guardado ese carácter de conmovedora sencillez que vemos en la escena evangélica.
Se penetra allí como en una fortaleza; una maciza torre, sin otras aberturas que una poterna y algunas aspilleras se apoya contra una muralla ciclópea. Un nártex, donde se encontraron algunos bellos mosaicos, introduce a una basílica de estilo muy antiguo, una de esas «constantinianas» de los siglos Iv O v que dan una tan grande impresión de majestad.
Tiene cinco naves, separadas por unas filas de columnas de piedra roja, coronadas por capiteles blancos.
Esta iglesia, que cobija el lugar donde cumplióse la misericordia divina, sirve de campo de batalla a las rivalidades humanas: en el año 1873 fue incluso el campo de un ataque en toda regla de los ortodoxos' a los católicos.
En cuanto a la profunda cripta, bastante larga pero poco ancha, que bajo ella se cobija, apenas si se parece a lo que se espera de una gruta con establos; ya no se comunica con el exterior y no puede llegarse a ella sino por una empinada escalera. Dicese que determinado reducto es el pesebre; el oro, la plata y las piedras preciosas brillan allí a la luz de unas cincuenta lámparas de aceite; por doquier se han derrochado mármoles, jaspes, pórfidos, metales raros.
Y, sin embargo, como repetía San Jerónimo, el gran ermitaño que vivió solitario en una gruta próxima, «¡El Señor no vino al mundo entre oro y plata, sino sobre barro!»
Una estrella de granate brilla en medio de una losa de pórfido y pretende marcar el sitio exacto en que nació Jesús. Si no existiese allí la piedad, incesantemente renovada, de las multitudes que, desde el fondo de los países y de las edades, han venido a posar sobre ese pobre símbolo sus labios creyentes se sentiría aquí esa cólera que todos —o casi todos — los Santos Lugares provocan tan fácilmente.
Sin embargo, el acontecimiento que tuvo lugar en la miserable gruta no debía permanecer secreto.
«No lejos de allí se hallaban unos pastores que pernoctaban al raso, guardando sus rebaños.» ¿Eran pastores aldeanos que, para pasar la noche, habían encerrado en los corrales a sus reses y velaban por turno para preservar su hacienda de fieras y ladrones?
Esta costumbre de la vigilancia nocturna de los rebaños existe todavía en Palestina y, a menudo, se oyen en la obscuridad y en el silencio, los gritos rítmicos de los guardianes que se responden, a veces, con un son de flauta alternado. ¿O bien eran verdaderos nómadas de los que jamás encierran sus carneros, sino que se limitan, por la noche, a atarles una pata a la cola, esa pesada cola de las razas ovinas de Levante?
«De repente un Ángel del Señor se apareció ante ellos, y el brillo de su gloria los envolvió. Tuvieron miedo, pero el Ángel les dijo: — No temáis nada, pues os traigo una buena nueva, que llenará de alegría a todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David acaba de nacer un Salvador, que será el Mesías. Lo reconoceréis por este signo: es un recién nacido envuelto en pañales que yace en un pesebre.
»Y he aquí que en aquel mismo instante una legión de la milicia celeste unióse al Ángel y alabaron a Dios diciendo: — ¡Gloria a Dios en alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
»Y cuando los Ángeles se volvieron al cielo y les abandonaron, los pastores dijéronse unos a otros: — Vayamos a Belén y veamos lo que ha pasado allí, ese acontecimiento que el Señor nos ha comunicado.
Y se fueron allí a toda prisa y encontraron a María y a José y al Recién Nacido en el pesebre. Y una vez que lo vieron, proclamaron la revelación que acerca de este Niño lea había sido hecha, Y luego volvieron a marcharse, alabando y glorificando a Dios» (San Lucas, II, 8, 20).
El cielo había revelado a los humildes guardianes de rebaños lo que todavía ignoraba el mundo: la venida a la tierra de Quien había de llamarse a sí mismo el Buen Pastor.
FUENTES: "JESUS EN SU TIEMPO", 1953, Daniel Rops (Henri Petiot, 1901-1965)
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