
HISTORIAS CONTADAS: "Mariano Moreno, morir en la fragata «Fama»"
Cualquier parecido con la realidad está documentado (carta de Manuel Moreno). Una historia novelada por Javier Ricca.
Historia05 de octubre de 2024 Por Javier Ricca
26 de octubre de 1812, Londres
"Estimado Pisani:
Antes de comenzar esta carta, estaba pensando que es muy probable que no la recibas hasta dentro de tres meses, y esto me hizo pensar que va a ser el primer enero de mi vida que paso sin Mariano. Las lágrimas corren de mis ojos y vienen a perturbar mi razón al escribirte estas líneas, pero en pocos meses saldrá publicada en Londres una biografía que escribí sobre mi hermano, y me pareció ajustado a nuestra amistad adelantarte unos párrafos, más otras apreciaciones que, como imaginarás, no puedo hacer públicas en esta edición.
Desde antes de embarcarse, su salud se hallaba injuriada. A los viejos insomnios de su juventud se le sumaba la incesante fatiga provocada por los asuntos políticos.

Los últimos disgustos abatieron su espíritu y la idea de la ingratitud se presentaba de continuo en su imaginación, con una fuerza que no podía menos que perjudicar sus viejas dolencias estomacales y hepáticas.
"Estos dolores crónicos me unen como hilos invisibles con mi pasado, con las primeras imágenes que acuden a mi memoria: el patio de la vieja casa familiar en el que se solazaban los malvones, tan cuidados por mi madre, y el bello brocal, con las mayólicas que lo adornaban. No sé por qué siento aún por algunos objetos materiales de esa época un especial afecto, quizá o sin quizá, porque junto a ellos fui feliz con mi hermano, a pesar del rigor de nuestro padre.
Las pesadumbres de esos tiempos son dulzuras comparadas con las que vendrían después. Adolescencia y juventud pueden resumirse entre libros de estudio e ideas de libertad. Ideas que manteníamos ocultas a nuestro padre, porque él era un hombre muy conservador; nunca habría pensado que sus hijos cuestionarían la autoridad peninsular.
Y, más allá de su amor a la tradición hispánica, el intercambio comercial que Buenos Aires mantenía con Cádiz satisfacía sus pequeñas necesidades económicas, ¿Cómo justificar entonces los cambios?
Por eso mis cartas desde Charcas lo inquietaban y en más de una oportunidad recriminaba a su vástago, al que creía por el camino de la perdición. Pero ya era tarde, yo había realizado la elección: me pondría al servicio del accionar revolucionario.
¡Qué bello día el 22 de mayo! Mi actuación se limitó a una intervención descolorida si se la compara con el verbo de Castelli o la lucidez de Belgrano y de Azcuénaga. Por desgracia, la irracionalidad del sector dominante en la Junta hizo que Mariano debiera emprender nuestro último viaje."

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"Con fuertes vientos abordamos la goleta La Misletoe, que nos llevó al puerto de Ensenada, donde hacía ocho días nos aguardaba el fiel secretario de Mariano, Tomás Guido, para embarcarnos en la fragata inglesa Fama."

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"Estuvimos varios días para cruzar la boca del Río de la Plata debido a la fuerte sudestada. El tiempo no mejoró, nos hizo invertir cuarenta días tan solo para recorrer un quinto de nuestro viaje a Londres." Pero al contrario de la tempestad en su furia, Mariano vio venir su muerte con la serenidad de Sócrates.
Ya al principio del viaje me vaticinó una terrible premonición: «No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje». Su seguridad me consternaba. No pudiendo proporcionar a sus padecimientos ninguno de los remedios del arte, ya no me quedaba otra esperanza de conservar sus preciosos días que arribar a un puerto en que lo pudiesen atender. Pero no hubo forma de convencer al capitán de que se desviase a Rio de Janeiro o al cabo de Buena Esperanza.
Fíjate qué ironía del destino: lejos de imaginarme el desenlace, yo le pregunté a Mariano por qué no esperábamos un barco de pasajeros; pero él, siempre empecinado, me dijo que su deber era estar lo antes posible en Londres.
Nos trató de flojos, al joven Tomás Guido y a mí, por resistirnos a viajar en una nave comercial. ¡Qué tozudo! Llegado lo peor, la Fama no tenía ni un botiquín, y en su tripulación, también escasísima, nadie sabía nada de medicina.
Mariano tenía tensas todas sus extremidades por el dolor. Sus repetidas convulsiones, mareos y descomposturas, que en ciertos días no le permitían retener ni líquidos, fueron interpretados por el capitán como la consecuencia lógica del incesante bamboleo del camarote, causado por la inclemencia del tiempo.

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Hoy no me perdono que esta estúpida explicación no nos dejara reaccionar con claridad. Cuando lo inevitable sobrevino, Mariano estaba tranquilo, entregado a su duro destino. A las cuidadosas atenciones que le pagaba nuestra amistad y respeto, correspondía con una suavidad admirable, pero con el triste desengaño de que serían sin efecto.
A esto siguió una terrible convulsión, que apenas le dio tiempo para despedirse de su Patria, de su familia y de sus amigos.
Una vez más nos repitió lo que le había dicho a sus amigos la última noche en el café Marco: «Me voy, pero la cola que dejo será larga». Todas sus palabras nos parecían ahora una premonición. Aunque quisimos detenerlo, desamparó su cama ya con visos de mucha agitación, no pudo sostenerse y se acostó sobre el piso del camarote.
Se esforzó en hacernos una exhortación admirable sobre nuestros deberes en el país en que íbamos a entrar, y nos dio instrucciones sobre el modo en que debíamos cumplir los encargos de la comisión, en su falta.
Pidió perdón a sus amigos y enemigos de todas sus faltas; llamó al capitán y le recomendó nuestras personas; a mí en particular me recomendó, con el más vivo encarecimiento, el cuidado de su inocente esposa.
El último concepto que pudo producir fueron las siguientes palabras: «¡Viva mi Patria, aunque yo perezca!».
Ya no pudo articular más. Tres días estuvo inconsciente, apenas respiraba: murió el 4 de marzo de 1811, al amanecer, a los veintiocho grados y siete minutos sur de la línea ecuatorial, a los treinta y dos años, seis meses y un día de su edad.
Su cuerpo fue envuelto en una bandera británica, otra flameaba a media asta. Permaneció en la cubierta del barco hasta las cinco de aquella misma tarde. Después de haberle tributado las demostraciones compatibles con nuestra situación, su cuerpo fue tirado al agua.
Aún hoy me despierto por las noches escuchando la salva de fusilería que lo despidió, al tiempo que le anunciaba a las otras fragatas del convoy la desgracia que sucedía en la nuestra.
Te confieso que con mis veinticinco años a cuestas, no vacilé en seguirlo a Europa y no podré nunca expresar con palabras la angustia que me sobrevino al ver cómo su cuerpo inerte era devorado por el océano. Solo, en la cubierta del barco que ya no me conducía a parte alguna, permanecí varias horas a la intemperie recibiendo la humedad de la niebla y preguntando a nadie por qué un hombre como él moría tan joven. Frío, humedad y desazón fueron la combinación ideal para poner a maltraer mis pulmones.

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Ahora he debido enfrentar la oposición familiar por todo lo que había hecho, además de soportar, por orden médica, reclusión y reposo que se extenderán al menos por tres meses más; pero no he decidido claudicar, he establecido contacto con los miembros de la masonería, que al igual que yo creen que nuestras autoridades están desvirtuando día tras día los ideales de Mayo.
Pero mi situación personal no es halagüeña: alejado del seno familiar, que aún conserva sus reservas para conmigo, estoy pensando encaminar mis pasos hacia San Juan, lugar donde reside un tío carnal por vía materna, pero aún no tengo claro cuáles serán mis pasos.
La última convulsión de Mariano fue precipitada por la administración de una sobredosis de un vomitivo. El capitán de la embarcación le suministró cuatro granos de antimonio tartarizado, disueltos en un vaso de agua, una tarde que lo halló solo y postrado en su camarote. Fue un acto imprudente: se lo suministró sin nuestro conocimiento y sin el consentimiento de Mariano que, de saberlo, seguro no lo hubiese tomado, ya que era conocido que a lo sumo se debía beber una cuarta parte.
Como te imaginarás, también se nos generó la duda de si el capitán no le proporcionó más de los veinte centigramos que nos había reconocido, ya que las circunstancias no permitieron la autopsia cadavérica.
Tomás Guido duda de la actitud del capitán, quien vino en sustitución de otro, de modo sorpresivo, antes de nuestra partida. Nunca escuchó nuestros ruegos para dirigirnos al puerto más cercano, y sobre todo, pesa en nosotros la administración de la sobredosis del emético en forma oculta, cuando ya Mariano estaba en un estado de ensoñación.

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Yo no quiero ni pensar que el de nuestro Mariano haya sido el primer asesinato político de nuestra Revolución.
Mi querido Miguel, aún hoy en día me faltan elementos para concluir si el capitán tiene o no responsabilidad real en todo esto. Es tan larga la lista de personas que querían ver muerto a Mariano: los tratantes de esclavos, los curas reaccionarios, los patricios conservadores, los masones regulares, los masones irregulares, los librecambistas, los monopolistas, los deportados, la diplomacia inglesa, los expropiados, los contrabandistas, la amante de Liniers, los realistas españoles, el Deán Funes, Cornelio Saavedra y mil más.
Pero al menos de algo estoy seguro: cuando pueda estudiaré medicina para instruirme a fondo sobre si ese emético fue el causante o no del envenenamiento; si esto último se confirmara, conmigo guardaré el silencio, no permitiré que los enemigos de Mariano y también míos se regodeen por las tabernas contando como hazaña el haber formado parte de esta conspiración.
Más allá de la gravedad del hecho, más allá de lo que me afecta, después de la publicación de mi libro, me llamaré a silencio en este tema.
Cuando llegamos a Londres, entre las cartas que recibimos de María Guadalupe, esposa de Mariano, la que más nos estremeció fue aquella en la que nos relató que a su casa había llegado un envoltorio sellado. En su interior había un velo negro, un abanico de luto y una nota en la que se decía: «Estimada señora: como sé que va a ser viuda, me tomo la confianza de remitir estos artículos que pronto corresponderán a su estado». Esto último no ha cambiado mi actitud, y por suerte Tomás Guido, que ha comprendido mi dolor, me prometió guardar silencio, mientras no surgiese ningún informe confidencial del Foreign Office, u otro archivo secreto que mencionase un complot para el asesinato.
Con relación a nuestros días, me abruma la situación de la Banda Oriental y la actitud desafiante del Imperio lusitano. Sospecho que puede complicarse en un futuro inmediato. Transmítele al General que aquí somos muchos los que sentimos simpatía por sus reclamos, pero que nuestro enemigo es muy poderoso, y no es uno solo sino varias facciones.
Mientras te escribo, Miguel, estoy mirando la biografía, que voy a titular «De vida y memorias del doctor Mariano Moreno» y pienso en lo curioso que resulta que la vida de un hombre quepa en estas páginas. Tal vez cuando, dentro de varios años, las lea, esboce una sonrisa. Entretanto, los vientos de la política me llevarán por quién sabe qué caminos polvorientos.
Dios te guarde por muchos años.
Manuel Moreno.
Historia novelada por Javier Ricca.
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Por Javier Ricca (2008): La intriga del ayuí. El Éxodo del pueblo Oriental. Editorial Sudamericana. Montevideo, p. 198.
ECOS DEL HUM, sábado 5 de Octubre 2024



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