

Mi adolescencia precoz me precipitó en una serie de dolencias nerviosas, que me habían de acompañar, con ejemplar fidelidad, toda mi vida.
Mi fisiológica primavera en agraz salía a campo traviesa, en retozona y desmelenada bienvenida, en busca de la otra que hinchaba las yemas de los árboles, reventaba en flor en los paraísos perfumados y nevaba de azahares los naranjales del Salto, que envolvían al pueblo tranquilo con su dulce aroma persistente.
Mi casa, como casi todas las de la población, lucía sus árboles de naranjas y su jardín prolijo, húmedo y bien oliente, que desbordaba de rosas y claveles, de jazmines y diamelas, de magnolias y alelíes, como asimismo del yuyerío de olor, desde el "agua de colonia" a la menta, al cedrón y a la yerba buena.
Los extractos y las lociones, los perfumes eran cosa corriente en aquella época y el "houbigant" y el agua florida y las esencias de Pivert, luchaban contra la primacía de alcobas adentro de los libritos de benjuí, cuyas hojas diminutas se consumían, exhalando un mórbido aliento pegajoso, en sahumadores y pebeteros.
Como complemento de este celestinaje del olfato, se sucedían en aquel rincón del mundo las noches de luna más claras, más de azul y plata imaginables, a las cuales daban una especie de alma lírica el temblor de las guitarras de las cosas de familia y la música soñada de las serenatas románticas.
Además, yo no sé por qué romancesca inclinación, quizás por ausencia de preocupaciones sociales y políticas y por la influencia de los versos, que se sabían de memoria, se cantaban o se refugiaban en los nidos calientes de los álbumes de todas las niñas, uno no sentía sino conversaciones, hablillas y secreteos de amor y en todas las imaginaciones habían idilios, raptos, suicidios pasionales y quereres para toda la vida.
Se vivía en plena novela, aunque a momentos ésta, en el perfil, que casi nos rozaba, de la existencia de los peones y la servidumbre, que necesariamente frecuentábamos los pergenios, descendiese a la novela picaresca...
De todas maneras era también aquel un reino erótico, sin perjuicio que corrían en él menos suspiros cándidos y dragoneos de "ojito", que escenas a lo Casanova o a lo Bocaccio.
¡Inocente de mil, hojita leve e inexperiente, amenazada de ser tomada por el alegre y tremendo torbellino de fuego!
Lo menos que podía hacer entre las opuestas solicitaciones de tantas misteriosas potencias, era enfermarme.
Y eso me sucedió.
Me puse magro y melancólico; perdí el apetito y los buenos colores; rehuí toda compañía (ya que no me era dable proporcionarme la que me apetecía) y, aparte de perpetrar a escondidas algunos versos, empecé a sufrir unos ahogos y otros malestares, que dieron con mi pobre humanidad en dos o tres consultorios médicos.
Las drogas horribles me echaban a perder el estómago y "un resuello no me alcanzaba al otro", como decía la cocinera negra de nuestra casa, cuando un gaucho viejo, que tuvimos de huésped unos días sentenció:
- "Este mocito tiene la paletilla caída."
Hay que ver la angustia y el desasosiego que produjo el descubrimiento en casa, la importancia que yo empecé a darme y los empachos de dulce que me agarré, porque, dado que sufría una enfermedad tan grave y extraña, nadie era capaz de negarme nada.
Yo aprovechaba para besar con cierta exageración a un primita morocha y graciosa que nos visitaba bastante a menudo y para pasar más tiempo del que parecía correcto en casa de las amigas de mis hermanas, naturalmente con el resultado de que cada vez me ahogaba más y me quedaba más ojeroso y más flaco.
Pero aquello no podía continuar así y si bien el carbón de Belloc me corregía no sé qué complicaciones intestinales y la culebrilla, que estuvo a punto de rodearme el cuerpo, se había detenido a fuerza de ungüentos y ácidos, a esa opresión, que iba a terminar un día por dejarme seco, era imprescindible detenerla.
Pasaban los meses y yo suponía que la famosa paletilla con el tiempo se iba a levantar, volviendo a su sitio y a su quicio, cuando las relaciones de mi familia la informaron que habían descubierto a una excelente señora napolitana, que quebraba daños, tenía "contras" para brujerías y curaba todas aquellas enfermedades misteriosas, que se cebaban especialmente en los jovencitos de ambos sexos.
Sin duda la buena señora de mi madre no reflexionó el absurdo que significaba entregar a su hijo criollo, en manos de una extranjera y para ahuyentarle una dolencia más cimarrona que los chinchulines o el mate amargo.
Es que, para buscar alivio a las dolencias de un ser querido, fácilmente se arriba hasta a hacer pactos con el diablo.
En nuestro caso no se llegaba a tal extremo, pero ya me dirán ustedes si el remedio no ha sido peor que la enfermedad..
Tras una entrevista de las personas mayores y algunos acuerdos previos, un atardecer de esa inquietante primavera, cuando todas esas cosas a las que nos hemos referido y algunas otras más andaban sueltas en el aire y a mi me oprimían y angustiaban insistentemente los ahogos, me condujeron a casa de la curandera.
Un jardín, perfumes, un dormitorio, el olor a benjuí ...
Una señora obesa y melosa al extremo, que me acariciaba el rostro y repetía;
- "Piccirrillo caro..."
Y "tersoretto" y "casruso" y qué sé yo qué más.
Bueno, la señora, con sus cálidas y regordetas manos, me peinó el cabello hacía atrás y, en su lengua enreversada y cantante, me hizo una serie de incomprensibles preguntas.
Me obligó a pararme derecho, a abrir la boca; me extendió los brazos, me juntó las manos y, mientras se santiguaba, terminó por medirme con una tira blanca, que después supe, era una cinta de enaguas femeninas.
A esta altura de las maniobras y envueltas en sábanas, que no sé si les velaban o acusaban más las formas núbiles, se precipitaron en la habitación las dos hijas mayores de la médica.
Sorprendidas y con patética voz de ópera lírica, preguntaron:
-"Mamma, e allora dove ci vestiamo?"
- "Fate pure, é un ragazzo," - contestó disciplente la señora y, realmente, yo era un niño y además estaba de espaldas a las muchachas, pero debo informar que eso no impidió que me volvieran los ahogos.
Con todo, cuando nos íbamos, le confíe a mi madre que me sentía mucho mejor y cultivé mis visitas a la señora con una regularidad matemática.
No faltaba nunca.
Aquellos pases y aquellas medidas con la tira de enagua me iban "macanudamente", y en casa, siempre, pero siempre, - ¡era una fatalidad! - me volvían los ahogos...
Naturalmente que las señoritas napolitanas, y más en aquella época, no se iban a bañar todos los días en los cuales yo recibía mis aplicaciones, pero igualmente y con toda desenvoltura, como allí estaba el espejo de cuerpo entero del ropero matrimonial a vestirse frente a é y ... a mí
Yo continuaba siendo un "piccirillo", pero allí había descubierto ya otras flores, y otros perfumes, mareantes y perturbadores como todos los de la primavera y cuando llegó el momento en que doña Palma intentó declararme curado, es descubrió que entre los elementos que contribuían a atenuarme las terribles opresiones existía una cantidad de imponderables cuyas dosis escapaban a sus conocimientos y manejos..
La mano pródiga de ternuras, la primavera, los perfumes, las nucas con dorados o azabachados ricillos, los brazos desnudos alzándose en la industria del peinado, las horquillas entre los blancos dientes y los labios rojos y las sonrisas, cuando Filomena y Fiamma me pagaban el servicio de alcanzarles las almohadillitas - con que, obedeciendo a la moda, volvían más redondas sus curvas exuberantes - o una peineta de falso carey "tempestata" de piedras abrillantadas... tenían que ver con el asunto.
Pero a mis protestas, un consejo de familia declaró que yo no podía tener eternamente la paletilla "cáida".
Las italianitas terminaron por casarse.
*
Se dejaron de usar enaguas que se sostenían con una blanca y larga tira de excelentes resultados medicinales..
Y porque las circunstancias lo requerían y el girar del tiempo se llevó a doña Palma y llegaron otros torbellinos y otras ansías y otras angustias y otras delicias y otras alegrías, se me dio de alta de tales, mas o menos, imaginarios malestares...
¡Cuántos años han pasado!
¡Triste de mí, sin mi amado pueblo tranquilo, sin noche de azul y de plata, y sin claro de luna!
¡Sin jardines humildes y olas de aromas de los azahares!
¡Sin guitarras en los patios floridos y sin lánguidas serenatas nocturnas!
¡Sin cuadernos de versos de las niñas románticas!
¡Ay!
¡Y con la primavera y con el ahogo!
¡Confíe usted en la eficacia de las tratamientos empíricos!
¡Ay!
¡No me había curado, dios mío!
¡Tengo otra vez la paletilla "caída" !
*
CUENTO: Manuel Ballesteros
* * *
http://www.autoresdeluruguay.uy/biblioteca/Adolfo_Montiel_Ballesteros/lib/exe/fetch.php?media=mb_paletilla_seldia449.pdf
Suplemento dominical del diario El Día, nº 449, Montevideo, 24 de agosto de 1941
https://archive.org/download/SupDiarioElDia_449/SupDiarioElDia_449.pdf



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