RELATO "EL FERROCARRIL" I y II - el paso de los Toros del río Negro, año 1894 por B. Fernández y Medina
"Cantaban los juglares de otro tiempo: << el eletrico aparcero... es como galpon de estancia... sobre dos surcos de acero >>
EL FERROCARRIL I
En el pago de Santa Isabel, en el Paso de los Toros del Río Negro, se vivía en 1885 la antigua vida.
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Años antes había llegado a la margen del gran río una falange de hombres de la ciudad, que iba dejando a su paso unos hilos vibrantes, que pasaban de un poste a otro, enlazándose a los aisladores de porcelana de forma de campanillas.
Era el telégrafo, mensajero del progreso, que marchaba a pasos de gigante, dejando sus miembros interminables, clavados en la dura tierra que no conocía aún la mordedura del arado.
Los paisanos, al ver aquel alambrado aéreo atravesar en salto audaz el ancho cauce del Río Negro y seguir escalando las cuchillas siempre en línea recta hacía el norte, lo miraron con desconfianza.
Escuchaban el ruido del viento que silbaba en los hilos y en los aisladores, y se les antojaba que eran las voces que corrían, contando los ganados, contando los mozos para la leva; y pronto odiaron mortalmente a aquel intruso.
Cada aislador parecía una oreja del monstruo vuelta hacia la tierra, para escuchar todos sus rumores y recoger las palabras para llevarlas lejos, muy lejos, al sur, a la ciudad, que se bañaba en el mar y que tenía el espía del Cerro con el ojo pestañeador de su farola iluminado de noche por extraños resplandores.
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Las golondrinas, viejas conocidas del Progreso, fueron las primeras aves que se posaron sin miedo en aquellos hilos siempre vibrantes.
Los horneros, después, registraron curiosos los aisladores; y tranquilizados, se adueñaron de los postes para construir sus casitas de barro, con el orgullo de los que adoptan una moda nueva y se burlan del riesgo que otros forjan en cada novedad.
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EL FERROCARRIL II
Hacía tiempo que el telégrafo había pasado, los postes de hierro fueron vestidos por las lluvias y humedades con capa de orín, los vendavales torcieron algunos; aquí y allá reventaron hilos; y todavía los paisanos odiaban al intruso.
En días de tormenta, veían correr por los alambres chispas eléctricas, que bajaban de los postes a hundirse en el suelo, y se confirmaba su idea de que aquella fábrica tenía algo infernal y diabólico.
Cobraban un rencor sordo a esa avanzada de la nueva civilización, y ni aun cuando los ganados chúcaros se acostumbraron a rascarse en los postes, a acostarse y dormir tranquilos a su lado, ellos se doblegaron, temerosos y desconfiados siempre.
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Había pocas casas en aquella margen derecha del Río Negro.
Una larga de piedra. era la pulpería de un francés, dueño también de la balsa del paso; había dos fondas bautizadas con el pomposo título de hotel, y cuatro o cinco ranchejos, que estaban habitados por los peones de la balsa, criollos indolentes que habían encontrado allí una ocupación fácil y que les dejaba muchas horas para el sueño y el reposo.
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Otro rancho más grande estaba junto al camino, al lado de la posta de la diligencia, señalada por un cerco de palo a pique, y un alambrado que servía de brete para los caballos.
Vivía en ese rancho una china vieja conocida por "Doña Ciriaca" la flaca (*), de esas viejas criollas con mucha sangre charrúa, que la edad seca y arruga como las frutas que se guardan en las cocinas, pero que se mantienen fuertes, con la última savia reconcentrada, desafiando a la muerte que parece esquivar a las plantas secas y encogidas cuando siega en el sembrado exuberante del mundo.
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Vivía en aquel rancho desde tiempo inmemorial. Había tenido una hija. una chinita querendona que conoció temprano el amor y temprano murió, dejando una niña destinada a acompañar a la abuela y alegrarle la vida de desolación que rodea a la vejez.
Esa niña era Martina, morochita avispada, que los pasajeros de aquella travesía habían visto crecer en gracia y hermosura. hasta ser en el año 1885 un pimpollo silvestre, con el perfume recogido y oculto en la aspereza de su incultura y abandono.
La casa -de doña Ciriaca servía de posada a los pasajeros que no querían alojarse en la pulpería del francés ni en las fondas del lugar, y con lo que ese hospedaje y el cuidado de la posta le producía, vivía la vieja bien, holgadamente, mirando correr los días detrás de los días, viendo a su nieta hacerse moza rozagante que atraía ya a los pìcaflores del pago en figura de paisanitos bien aperados; y secándose ella, como si la yerba del mate que chupaba sin cesar, sólo alimentara la savia reconcentrada de la vida v no alcanzara al resto del cuerpo.
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A la casa de doña Ciriaca llegó en aquellos días de 1885 la noticia aterradora para los paisanos: el ferrocarril que había pasado el Yi y marchaba hacia el Norte, venía acercándose al Río Negro.
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¿Qué era el ferrocarril para los paisanos?
El terror de los ganados chúcaros que huían campo afuera al sentir los bufidos de la locomotora; el terror de los campos que cortaba, dejando su huella indeleble en aquellos hierros paralelos acostados y ligados sobre la cama de ñandubay; el incendio de los pastizales secos por el sol del verano, con las chispas que volaban del furgón calentador de la barriga del monstruo; el corte de los alambrados por aquel viajero incansable y caprichoso, que no torcía el rumbo, a quien ninguna valla detenía; la muerte de la diligencia y las carretas que daban vida a las postas y a tantos vecinos. . .
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Nada querían saber ellos del progreso, ni de los bienes futuros.
Lo que veían, lo que sentían era que el chismoso del telégrafo había venido a espiarlos, a escudriñar en los campos para denunciar sus riquezas y había abierto el camino a la inmensa serpiente que corría sobre los dos hierros interminables acostados en la tierra, que atravesaba las montañas abriéndose paso como los tucutucu, y que llenaba las hendiduras y los bajos formando largos lomos de tierra colorada donde no arraigaban ni los yuyos de maldición, las ortigas, los abrojos y las espinas.
NOTAS:
(*) Pedro Armúa en su libro menciona a Doña Ciriaca, concubina de Don Luis Vargas Bálsamo.
"Don Luis Vargas Bálsamo, formó hogar con doña Ciriaca Caraballo, y tuvieron trece hijos: Saturnino Ramón, casado con Bernarda Rosa Descalzi (padres de la Sra. Aída Descalzi de Cal, residente en la ciudad); José, con isabel Guerrero; Aurelio, con Atilia Bálsamo; Amado, con Eudoxia Pallares; María Alejandrina, con Benito Bálsamo; Eugenia, con Francisco Esquerré; Eugenia y Florisbela, solteras, e Isidra, religiosa salesiana."
FUENTES:
"Antología uruguaya; colección trozos históricos y literarios de escritores uruguayos" por Benjamín Fernández y Medina, 1894. https://archive.org/details/antologiaurugua01medigoog/
HISTORIA DE PASO DE LOS TOROS, TACUAREMBO, URUGUAY, Pedro Armúa Larraud, 1981
Aporte del Dr. Haroldo Irazoqui (2024.12.30); "Cantaban los juglares de otro tiempo: << el eletrico aparcero... es como galpon de estancia... sobre dos surcos de acero >>
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