Religión y Filosofía Por: Pablo Thomasset24 de diciembre de 2024

LA "Natividad Cristiana", PARTE 2: LA VIRGEN MADRE

La Navidad la mas popular y difundida de las celebraciones de la fe cristiana, explicada en hechos historicos y su simbolismo, por el olvidado historiador Bíblico Daniel Rops, basado en textos bíblicos y los denominados apócrifos, sin esconder detalles poco conocidos, y que hacen de la Navidad una celebración "humana", celebrar la vida.

LA VIRGEN MADRE

"Aquello había sucedido el año anterior en ese pueblo de Nazareth, perdido entre las colinas de la lejana Galilea, de donde venían los viajeros. María no era entonces más que la prometida de José.

Un Ángel había entrado hasta donde ella estaba y le había dicho: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres.»

María se turbó al verlo. ¿Qué podía significar semejante salutación?

«— No temas nada, prosiguió el Ángel, pues hallaste gracia a los ojos de Dios. He aquí que concebirás y te nacerá un hijo, a quien pondrás de nombre Jesús. Será grande y lo llamarán Hijo del Altísimo. El Señor le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre sobre la casa de Jacob.»

«— ¿Cómo será, pues, eso, si no conozco varón?», objetó María.

Y el Ángel contestó: «—El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Y por eso el Santo que de ti nazca será llamado Hijo de Dios» (San Lucas, I, 29, 35).

Esa encantadora escena ha inspirado al arte y al genio tantas veces que, al quererla evocar, se halla uno preso por millares de imágenes. ¿Habrá que verla como la concibió Leonardo de Vinci en un bello jardín florentino, entre un escenario de cipreses y de flores vivas, en donde el Ángel se arrodilla, las manos llenas de lirios, ante una María a todas luces sorprendida?

¿O en esa burguesa sencillez y ese honrado confort en que la imaginó el viejo maestro del Alto Rin, que nos muestra al Ángel vestido con un manto rojo tan hermoso y a la santa Virgen con su traje azul de los domingos? Cada pintor ha bordado el tema según su alma o su gusto.

La Arqueología tiene detalles menos fastuosos. Nos designa, allá en Nazareth, esas covachas semitrogloditas, donde la misma habitación, cortada en dos, sirve, a menudo, mitad para el ganado y mitad para la familia; o unas casuchas de adobe, cuadradas y bajas, diseminadas por entre los olivares, como las que se encuentran a millares en tierra galilea.

La basílica de la Anunciación, moderna, pero reconstruida, según se cree, sobre el emplazamiento en que se levantaba la que San Macario edificó por orden de Constantino, cobija una exigua cripta bajo su altar mayor: la tradición ve en ella la antecámara donde María estaba cuando apareció ante sus ojos el Arcángel Gabriel.

Hilaba lana allí, trabajando para el Templo, nos asegura el apócrifo de la Natividad. Pero la Iglesia griega, apoyándose sobre otros textos no canónicos, ve la escena en esa inagotable fuente situada al borde del camino de Tiberiades, adonde todavía van las mujeres de Nazareth, llevando en equilibrio sobre la cabeza — horizontal cuando bajan; en pie cuando vuelven a subir — una jarra de arcilla negra de reflejos azules; se llama aún a esa fuente Ain Sitti Mariam: «la fuente de María».

Las palabras del Ángel podían confundir de estupor y de humildad a la muchacha a quien se dirigían; pero de ningún modo podía ella dejar de entenderlas plenamente.

Una niña de quince años escasos esperaba al Mesías como cualquier otro miembro de la comunidad judía y, además, un descendiente de David no podía negarse a admitir que el «tronco de Jessé» pudiera dar, por ella, su supremo florón.

Por otra parte, el Ángel formuló la promesa exactamente en la perspectiva en que era más recibida; no anunció a María en absoluto al Mesías doloroso, a la víctima santa — pues esta profecía vino más tarde, en el momento de la Presentación en el Templo—, sino que le dijo que Dios daría a su hijo el trono de David y el poder eterno sobre la casa de Jacob.

Por eso, apenas si ella planteó una pregunta, muy sencilla y natural, pero que acaso revelase su más íntimo anhelo, que era el de permanecer virgen: y luego, ella aceptó y entregó en manos de Dios su cuerpo y su alma, y también su honor y su destino terrestre.

Pues el misterio cuyo nuncio había sido el Ángel, por más sobrenatural que fuese, iba a plantear un problema en un plano muy humano.

María estaba desposada con José, y eso bastaba para establecer entre ellos un estado contractual, cuyo equivalente no son en modo alguno nuestros esponsales. En los términos de nuestras leyes civiles y religiosas, sólo el matrimonio es acto y compromiso absoluto; y la ruptura de promesa no crea derecho a reparación sino rara vez, si hay escándalo y perjuicio.

Pero entre los Hebreos, los esponsales tenían un sentido muy próximo al del matrimonio y conferían todas sus ventajas, excepto la de la cohabitación.

Durante un año para las vírgenes, o un mes para las viudas, la desposada quedaba puesta, de antemano, bajo la ley de aquel con quien se había prometido. Y aunque, en principio, las relaciones «conyugales» estuviesen prohibidas entre ellos, el Talmud nos enseña que eran frecuentes, pues el hombre podía poseer a su futura mujer en casa de su suegro, y el niño nacido en estas condiciones era legitimo.

La fidelidad era, pues, de obligación estricta en ese estado prenupcial: la infiel era tenida por adúltera y, si era denunciada por su prometido, sufría la pena prevista por el Deuteronomio (XXII, 23): la muerte.

Cuando María hubo concebido, «antes de que hubiesen cohabitado», José, su marido, que era un varón justo, no quiso difamarla y resolvió repudiarla secretamente.

Y cuando meditaba esto, he aquí que se le apareció en sueños un Ángel y le dijo: «— José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu esposa, pues lo que se formó en ella es obra del Espíritu Santo» (San Mateo, I 18, 20).

Y como María creyera en la palabra del Ángel, creyó José en esta revelación del sueño, pues todavía se vivía en ese universo sobrenatural donde el Antiguo Testamento solía presentar a tantos de sus personajes y donde el contacto directo con las potencias divinas hallaba al hombre dócil y dispuesto al consentimiento.

La actitud del esposo que, por bondad, no quiere denunciar a su prometida, por más anonadantes que sean las apariencias contra ella, y que se somete humildemente al difícil papel que Dios le impone, tiene una nobleza a la que no alcanzan las fáciles bromas. «Esa gran figura de San José, dice Claudel, cuyo solo nombre hace sonreír a las gentes superiores.»'

Poco después, otro signo iba a confirmar el prodigio cuyo campo era la joven virgen. El Ángel había agregado, como prenda de lo que acababa de prometer: «—Pues también tu pariente Isabel ha concebido. Y la que decían que era estéril, tendrá un hijo en su vejez; y está ya en el sexto mes» (San Lucas, I, 36).

María quiso comprobar por sí misma ese hecho que tan de cerca le interesaba a ella.

Hizo el largo viaje hasta Judea, llegó a casa de Zacarías y saludó a Isabel: «Y aconteció que en el mismo momento en que ésta oyó la salutación de María, se estremeció el niño en su seno; la invadió el Espíritu Santo y, elevando la voz, exclamó: — Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.

¿Y cómo es que se me concede que venga hasta mí la Madre de mi Señor? Pues aún no había llegado tu voz a mis oídos, cuando mi hijo se estremeció ya en mi seno. ¡Dichosa aquella que creyó! Pues las cosas que el Señor hace anunciar por mi parte, se cumplirán» (San Lucas, I, 40, 45).

En el mismo instante el espíritu de profecía se adueñó también de la joven visitante. Para dar las gracias al Altísimo que acababa de hacer brillar su-gloria, dejóse llevar del canto y brotó de sus labios un himno, uno de esos himnos espléndidos, como los amaba la tradición de Israel, sostenido por el ritmo, apoyado por todo un juego de oposición de términos y de oscilaciones, cuajado de reminiscencias de textos — pues hay en él algo del cántico improvisado por Ana, madre de Samuel, cuando el nacimiento de su hijo (1 Samuel, II, 1)—, y que se convirtió en el Magnificat, ese himno litúrgico del que aún se sirve la Iglesia para expresar, desde el fondo de su humildad, el orgullo de su elección (San Lucas, I, 46, 55).

«Glorifica mi alma al señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador, porque Él puso los ojos en la humildad de su sierva.

»Pues desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque en mí hizo grandes cosas el Todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo...

»Su Misericordia se expande de generación en generación sobre quienes se le someten. Y su brazo poderoso aparta a los orgullosos y derroca de su trono a los potentados.

»Pero Él enaltece a los humildes y colma de bienes a los que tienen hambre y despide a los ricos, en cambio, con las manos vacías.

»Ha vuelto a acordarse de su misericordia y ha puesto bajo su amparo a Israel, su siervo, como lo prometiera a nuestros padres; y protege para siempre a los hijos de Abraham.»

Así, en el umbral del Evangelio, yérguese la conmovedora figura de María. En ella venera la fe cristiana conjuntamente el doble ideal de esa pureza sobrenatural cuya secreta nostalgia guarda hasta el ser más encenagado, y esa inagotable, esa universal ternura que la maternidad según la carne reserva sólo para los niños nacidos de su seno.

La imagen de la Virgen Madre se alza en el corazón de la Sociedad occidental, con familiar presencia; no medimos bien cuántas cosas serían diferentes si su figura se borrase de nuestras tradiciones.

Las fiestas de nuestras estaciones, los nombres de nuestras mujeres y de nuestras hijas, y también los nombres de tantas ciudades y de tantos pueblos, ¡cuántas de nuestras costumbres llevan su signo, como también lo llevan nuestro lenguaje, nuestra literatura y, todavía más, el arte de nuestros monumentos!

El culto de María, creciente sin cesar en el curso de los siglos, sobre todo desde que la Edad Media francesa lo situó en un lugar de primer rango, es un hecho histórico; San Bernardo sacó la fuerza para realizar una tarea sobrehumana, siendo él tan débil, sólo del amor a la Virgen; los cruzados de Godofredo de Bouillon conquistaron Jerusalén cantando la Salve Regina; el P. de Foucauld pacificó el Hoggar, millares de misioneros se consagran a obras de inagotable caridad, sin tener más consuelo en el fondo de su corazón que la imagen de esa Virgencita Madre.

De ella testifican tanto las catedrales de Amiens, de París, de Chartres, de Reims, de Florencia y de Colonia, como las muchedumbres de Lourdes o de Fátima. Por el amor a esa modesta niña que iluminó la voluntad del Todopoderoso, la más dulce de las tradiciones cristianas colma en cada uno de nosotros ese deseo insatisfecho e insaciable de volver a encontrar nuestro corazón de niño, a través de las peores angustias.

Resulta normal que la leyenda brotase con abundancia alrededor de tal figura. Limitándonos sólo a los antiguos textos de los apócrifos, ¡cuántas fábulas piadosas adornaron una historia cuya nobleza prescinde de toda floritura!

Esos relatos tienen, sin embargo, interés histórico, pues el arte medieval que los halló en el Espejo de Juan de Beauvais y en Jacobo de Vorágine inspiróse abundantemente en ellos. Se quiso conocer a sus padres, Joaquín y Ana, cuyos nombres son completamente tradicionales. Se concretó que Ana había estado casada tres veces y que de ella nacieron así las tres Marías que vemos junto a Jesús: la hija de Joaquín, la de Cleofás y la de Salomé.

El nacimiento de la Virgen fué milagroso; su madre la concibió al. respirar una rosa, según unos, aunque otros decían que Joaquín encontró a Ana en la Puerta Dorada del Templo, que Dios le sugirió besarla y que de ese beso nació María; y un exquisito fresco representa esa escena en el claustro pequeño de Santa María Novella, en Florencia.

En cuanto al matrimonio mismo de María, ¿cómo no iba a haber sido prodigioso? Su esposo fué escogido milagrosamente.

El Sumo Sacerdote reunió en el Templo a todos los hombres de la Tribu de Judá, con un junquillo en la mano. Los junquillos se entregaron a cada uno, después de haber estado depositados en el Santo de los Santos; del designado por Dios tenía que salir volando una paloma.

Pero la paloma no apareció. Un Ángel advirtió entonces al Sumo Sacerdote de que se le había olvidado el de José. Y en cuanto se lo hubo entregado a éste, salió el ave del Espíritu Santo...

Otros detalles precisados por los apócrifos son menos delicados, La virginidad de la Madre de Jesús parecía un milagro tan grande, que se la quiso demostrar superabundantemente. Se contó que, para probarla, María tuvo que pasar por la prueba del agua amarga y, después de haber dado siete vueltas al altar, mostró al Sumo Sacerdote que nada aparecía sobre su rostro.

Se aseguró que unas comadronas (que vemos en algunas vidrieras de Láon, Mans y otros sitios) pudieron testificar de la misteriosa anomalía; e incluso hay una anécdota del Protoevangelio de Santiago que cuenta que la comadrona Salomé deseó, como más tarde Tomás en otra circunstancia, una confirmación demasiado precisa, y su mano quedó seca en el acto, lo cual es de un gusto muy dudoso. Deliramenta Apocryphorum, en frase de San Jerónimo.

Naturalmente que el nacimiento milagroso de Jesús dió materia a abundantes discusiones. La crítica «libre» rechaza hoy el «mito de la virgen Madre» y propone diversos argumentos o hipótesis. ¿No influirían en esta «fábula» las diversas partenogénesis que encontramos en la antigüedad griega y oriental? ¿No quedó embarazada la madre del dios Attis por haber comido cierta granada? ¿No gozaron de nacimientos milagrosos Pitágoras, Platón y el mismo Augusto?

Y todos saben que Perseo, el héroe griego, nació de la virgen Danae, fecundada por Zeus, que llegóse a ella bajo la forma de una lluvia de oro. O quizá surgiese ese tema en las comunidades cristianas primitivas para demostrar el cumplimiento de aquella profecía en que dice Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo» (VII, 14), pasaje que, en efecto, cita el Evangelio según San Mateo (I, 21).

Y se hizo observar que el texto de Isaías no tiene el sentido que se le da sino en la traducción griega de los Setenta, donde se lee parthenos, virgen, mientras que la palabra correspondiente del texto hebreo, 'almah, tiene un sentido mucho más amplio y significa solamente «ser femenino».

A lo que responde la crítica católica que análogos acercamientos con diversas historias pueden proponerse casi para cualquier hecho o cualquier dogma.

Ha habido «críticos» que admiten que la vida de Napoleón es la expresión de un mito solar. Eso no depende sino de la exigencia que se manifieste en cuanto a los términos de comparación. Y hace falta mucha buena voluntad para asimilar las fábulas de Zeus trocado en lluvia de oro, en toro o en cisne, al relato, perfectamente sobrio, de San Lucas.

La idea de un dios preexistente que se encarna, no se encuentra en toda la Antigüedad. Por otra parte, ¿es plausible que estas comunidades judeocristianas, tan hostiles a toda penetración extranjera, se pusieran a aprender las tradiciones idólatras?

Tampoco es tan incontestable el argumento derivado de la cita de Isaías. Primero porque el sentido exacto de la palabra *almah está sujeto a infinitas impugnaciones, y porque además, si es exacto que los redactores de Evangelio gustaron de citar las profecías del Antiguo Testamento que apoyan sus frases, nunca se ha podido probar que los hechos fueran inventados por ellos para que pareciesen cumplir la profecía.

En este punto, nada autoriza a poner en duda la veracidad, por otra parte cierta, del texto evangélico. La discusión puede proseguirse mucho tiempo sin adelantar un paso. Por lo demás, contravenir sobre el acontecimiento ¿es situarse en su verdadero plano?

Santo Tomás de Aquino, hablando del nacimiento milagroso de Jesús y de otros hechos análogos, dijo que «esos no son signos de fe, sino objetos de fe» (Summa theologica, TIT, p. 9, 29, artículos 1 y 2).

Y así, el nacimiento prometido fué primero objeto de fe para ella misma, pues, al anuncio hecho por el Ángel, supo responder con maravillosa sencillez: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (San Lucas, 1, 37). Bossuet, en sus Elevaciones sobre los Misterios, observó: «Aquí está el sólido fundamento de la gran devoción que la Iglesia ha tenido siempre por la Santa Virgen.»

La encarnación de Dios reclamaba una aceptación humana, pues para que el hombre se salvara hacía falta algo más que una intervención exterior, aunque ésta fuera de Dios;

se necesitaban su propio esfuerzo y su voluntad.

Pero nada podía hacerse tampoco sin la voluntad de lo Alto.

Y eso fué lo que sin duda quiso señalar el Profeta cuando anunció que el nombre del hijo de la Virgen sería Emmanuel (Isaías, VII, 14) y también el Ángel cuando dijo a María que llamase Jesús a su hijo (San Mateo, 1, 21), pues Emmanuel significa «El (Elohim) está con nosotros» y Jeshouah, «Yahveh es nuestro socorro».

Ambas palabras tuvieron una evidente significación, la de que este nacimiento milagroso prometía al mundo su Salvador.

FUENTES: "JESUS EN SU TIEMPO", 1953, Daniel Rops (Henri Petiot, 1901-1965)

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