José Gervasio Artigas y "LA CONVERSACION CONSIGO MISMO": Capítulo XII - Parte 2 de 5

Religión y Filosofía 14 de junio de 2024 Pablo Thomasset Pablo Thomasset
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José Gervasio Artigas y "LA CONVERSACIÓN CONSIGO MISMO":  Capítulo XII - Parte 2 de 5

El sello de la Divinidad gravado en el fondo de nuestras almas, y palpable en todos nuestros movimientos, jamas puede ser borrado. Es preciso quitarles a los mortales todo su conocimiento, y todo su amor, y reducirlos a la simple circulación de la sangre antes de sofocar en ellos la idea de un Ser verdaderamente infinito.

No hemos podido respirar sino por gracia suya, ni movernos sino por su poder.

¿De donde habríamos aprendido a amar naturalmente la virtud, a respetar el orden, y a detestar el mal, sino a la vislumbre de una luz indefectible que ilumina a todo hombre que viene a este mundo?

Esta luz es la que nos abre los ojos de cuando en cuando, nos desembaraza de nuestros propios sentidos, y se comunica secretamente con nosotros.

¿Sin esta maravillosa comunicación se hubieran reunido jamas los hombres en la común adoración de un Ser supremo?

Todos los nombres en este culto exterior no son mas que unos intérpretes de su propia alma, y de sus interiores movimientos, y no hacen sino pintar exteriormente lo que Dios pinta en su interior, desde el primer instante de su concepción.

¿Como es posible ver tantos homenajes y sacrificios ofrecidos por todas partes y regiones del mundo, sin reconocer que es necesario un instinto secreto, verdadero móvil de este culto universal?

Unos adoran las plantas, y otros las serpientes: estos verdaderamente son supersticiosos, horribles; pero el mismo tiempo miserables criaturas, que confiesan su impotencia, que sienten toda su necesidad, probando evidentemente que la fábula no es otra cosa que la religión desfigurada.

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El hombre, que es tan soberbio, se habría reservado para sí mismo, no lo dudemos, el incienso de todo el universo: cualquiera se habría atrevido a estimarse el centro de la verdadera gloria, y de la soberana felicidad, si no se hubiera visto precisado a confesar, como a pesar suyo, la existencia de un árbitro absoluto, a cuya voz todo se disuelve, todo se encadena, y la nada misma obedece.

Se han visto mortales que pretendieron ser tenidos por dioses; pero esto jamas fue otra cosa en su idea, que una asociación a una Divinidad por excelencia. Era conveniente que Dios imprimiese en nuestras almas caracteres de él mismo, para no dejarnos en la incertidumbre, respecto de un artículo que no es tan importante.

Descartes, que raciocinó tan perfectamente en sus meditaciones, habló sobre este punto como órgano del alma; y Locke al contrario, como eco de los sentidos, quiso hacerlos un honor que jamas han merecido.

La idea que todos tenemos del Ser infinito, trae su origen de este mismo Ser: yo veo al que me ha criado independiente de toda sensación, y sin el favor de los sentidos. 

Después de todas estas reflexiones es preciso salir como fuera de sí, y considerar este universo como unas personas que acaban de llegar. Es inevitable examinar, como si el cielo y la tierra acabasen de ofrecerse a nuestra vista,  jamas hubiésemos oído hablar de ellos: entonces se notaria sobre cada objeto un rayo de luz celestial, y no habría ya el riesgo de creer a este mundo eterno y divino. 

Hallaríamos en nosotros mismos respuestas, que nos librarían de confundir el Criador con la criatura.

Yo os contemplo brillantes estrellas, y a tí también Sol luminoso como producciones de un Ser incomparable.

¡Que hermosura no tendrá aquel que derrama sobre vosotros tanto esplendor y magnificencia!

¡Sobre vosotros, que no habéis de durar sin algunos días!

Nada hay en este universo que no pueda arrebatar nuestros sentidos, y en fin absortarnos cuando comenzamos a hacer uso de la razón.

Aquí la tierra, como nadando en medio de un fluido, transforma su polvo en flores, en oro, diamantes y zafiros: allá en el firmamento, suspendido por una mano invisible, varía a cada instante sus exquisitas decoraciones.

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Estos, sin duda, son admirables puntos de vista, ¡quien no se admira al contemplarlos!  Pero por muy hermosos que sean, no le ofrecen al alma el motivo de sus mas sublimes mediaciones.

No por cierto; no es en medio de los torbellinos solares de donde saca sus mas nobles ideas: es sí en medio de su esencia e inmortalidad: aquí es donde descubre mayor grandeza que en cualquiera otra parte: tan superior es nuestra alma o todo cuanto vemos.

Las nociones solas que tiene de su orígen y destino, son para sus ojos torrentes de luz, que salen del seno de la Divinidad.

Esto supuesto, dentro de nosotros mismos hallamos medios para conversar con Dios con una santa familiaridad. Cuanto mas nos acercamos a él, tanto mas deseamos unirnos íntimamente a este Supremos Ser.

En este dichoso comercio, es donde sin cesar celebramos haber perdido de vista las vanidades de la tierra, y de habernos desprendido de las pasiones y los sentidos; últimamente de nuestro propio cuerpo para vivir una vida toda celestial y casi divina.

¡Qué espectáculo tan bello es un alma elevada hasta el Ser increado!

Es una prisma que reúne en sí todos los colores: un cristal que recoge en un solo punto todos los rayos, y que junta todo lo que puede calentar, hermosear e ilustrar. Vemos entonces elevarse el espíritu con un noble vuelo sobre globos luminosos, y dejar en la tierra todo afecto terreno como despejos mortales, que dentro de pocos días o instantes serán para él extranjeros.

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No hay duda, el hombre elevado a la contemplación de Dios, se hace ciudadano del cielo: allí tiene su conversación, y ya no se ocupa sino en romper de cada vez mas y mas el comercio con la materia, y desprender de este barro sus ideas y sus afectos.

Por donde quiera halla rasgos del Ser Criador: le mira en la variedad de rostros, que teniendo todos unas mismas partes, y el mismo orden, jamas se asemejan enteramente: en aquellos fieros animales que no se atreven a declarar la guerra a los humanos: en la sucesión de noches siempre recientes, y jamas interrumpidas: en aquellos inmensos receptáculos de granizo, nieve y lluvia suspendidos sobre nuestras cabezas: en aquella distribución admirable de bienes y comodidades propias para cada país, y en la captividad de los mares, precisados a sofocar en el fondo de su lecho la violencia de su furor y bramidos.

Luego solo la densa nube de nuestras pasiones es la que nos impide ver a Dios, ¡pero ay, cuan densa y difícil es para romperla!   De esta dificultad, que pide esfuerzos, que no queremos practicar, nacen tantos retratos extravagantes que se han hecho de la divinidad. En vez de contemplar aquello que nos la representa, corremos tras de objetos caducos y perecederos.

¿Si Espinosa se hubiera consultado a si mismo, y no a los cuerpos que le rodeaban, habría creído groseramente que la materia es la divinidad esparcida por todas partes? 

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¿Si los ateistas hubieran observado bien la esencia y grandeza de su espíritu, habrían podido desconocer un Criador, viendo en sí mismo una perfecta imagen?

¿Si los deístas hubiesen comprendido bien que el alma es la obra mas primorosa de Dios, la hubieran juzgado indigna de su atención?

La mayor desgracia que puede suceder al hombre es salirse siempre fuera de sí, y vagar como aventurero por medio de innumerables objetos terrestes que nada le hablan, aunque le gritan: nosotros somos tu Dios.

Es preciso que entonces él mismo se engañe, o que viva como una bestia. Los filósofos no desbarraron por falta de haber contemplado el sol y los astros; antes bien los contemplaron demasiado por falta de considerarse a sí mismos erraron.

En esta escuela interior se halla la solución de innumerables dificultades que no ofrecen los libros, aun los mas sabios y los mas metódicos; la experiencia de todos los días nos lo enseña.

El incrédulo vive y muere en medio de los mas fuertes argumentos, sin sentirse conmovido, porque no quiere regresar a sí mismo, y porque se fía sin escrúpulo de los bosquejos de algunos metafísicos bastardos que nos pintan a Dios de un modo muy ridículo.

¿Cuantos libros hay escritos sobre este asunto, en los que se destruye la razón cuando se cree ensalzarla mas?

¿Pero podremos dejar de conocer, entrando en nuestro interior, que nuestra naturaleza se ha corrompido, que nuestra alma no pudo salir, tal cual es de las manos del Criador, y que ha sucedido algún desorden en el universo que le ha inclinado al mal?

El hombre sujeto a la muerte, se hace un enigma inexplicable, si no se admite un pecado, origen funesto de todos estos males.

Manés mismo lo advirtió admitiendo dos principios, que aunque ridículos, prueban a lo menos que es preciso necesariamente reconocer un trastorno del orden acá abajo.

La Providencia se justifica a los ojos de un filósofo que medita: conoce que Dios no es paciente, sino porque es eterno: conoce la necesidad de otra vida, que lo pone todo en su lugar, y que da recompensas a los virtuosos ahora humillados, y castigos a los malos que están hoy con honor; porque los unos parece que no tienen derecho a esta tierra, sino parra hallar en ella una triste sepultura, y los otros parecen dioses de este universo.

* * *

"LA CONVERSACIÓN CONSIGO MISMO" por el Marques Caracciolo (1719-1802),

"La conversation avec soi-même" escrito en 1753,  "Conversations with Myself" 
Traducida del francés al castellano por Don Francisco Mariano Nifo, MADRID, AÑO DE 1817,

DESCARGA DEL LIBRO:  https://archive.org/download/la-conversacion-consigo-mismo-marques-de-caracciolo/46641_LaConversacionConsigoMismox_compressed.pdf

José Gervasio Artigas poseyó esta edición española publicada en Madrid en 1817, en su 11ª impresión, realizada en la imprenta de Francisco de la Parte. Diaria lectura de Artigas, nuestro prócer, en su exilio en el Paraguay en la Quinta de Ibiray.

 

 

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